Por Gonzalo de Lucas

Introducción a la primera imagen de Sans Soleil

San soleil parte de unas imágenes registradas en Japón y las mezcla con imágenes procedentes de otros países y tiempos diversos. Tras su composición ensayística, la obra de Chris Marker reacciona contra la separación de las imágenes y el mundo a partir de algunas reflexiones suscitadas por los haikus. Se trata de encontrar una contemplación pura de las imágenes, ajena a la cultura del espectáculo y a la interpretación simbólica. Film de una extrema sensibilidad e inteligencia, anota una nueva concepción del cine, que nada tiene que ver con la representación institucional. El siguiente artículo toma el primer plano de la película para introducir algunas consideraciones sobre la ontología de una imagen que se presenta como reescritura en espiral de la memoria.
«La obra de arte no es un instrumento de comunicación. La obra de arte no tiene nada que hacer con la comunicación. La obra de arte no contiene estrictamente la menor información. En cambio, hay una afinidad fundamental entre la obra de arte y el acto de resistencia. Ahí, sí. En calidad de acto de resistencia, la obra de arte tiene algo que hacer con la información y la comunicación» (1).
Gilles Deleuze.

Chris Marker compone y monta Sans Soleil en 1982. Una cita de Racine inagura la película: «El alejamiento de los paises repara de algun modo la excesiva proximidad del tiempo». En su obertura el film muestra el plano de tres niños caminando juntos en un prado islandés, y el plano de un avión militar americano en un portaaviones. Sendos planos sirven de intersticios visuales a una pantalla negra. La hermosa voz de Florence Delay lee el siguiente texto (seg. 10): «La primera imagen de la que me habló fue la de tres niños en un camino, en Islandia, el año 1965. Me decía que para él era la imagen de la felicidad, y también que había intentado en numerosas ocasiones asociarla con otras imágenes, pero que nunca había funcionado. Me escribía: <<Un día, la pondré sola al inicio de una película, y abajo pondré un buen trozo negro. Si no ven la felicidad, al menos verán la oscuridad>>.» (2)

Esta hermosa obertura introduce una de las claves que van a singularizar el resto del film: la abertura de una imagen en la que queda desestimada toda imposición interpretativa por parte del autor, estableciéndose una estrecha relación entre lo visible y lo invisible, lo dicho y lo no-dicho (la imagen y la pantalla en negro; la voz en off y el silencio). Marker acude a una tercera persona del singular para introducir el texto: «la primera imagen de la que me habló / me decía que para él era la imagen de la felicidad…».
Los haikus, forma poética japonesa compuesta de tres versos, denotan una elevada influencia del Budismo Zen y en ellos que el autor jamás trata de imponer una interpretación o comunicar su sistema simbólico. Encontramos pues un primer punto en común con la voluntad de Marker de borrar el «yo» para ceder el texto a una tercera persona, aunque bien es cierto que en los haikus el verbo aparece habitualmente desposeído de flexiones temporales y personales. Además, sabemos que el escritor de esas cartas, Sandor Krasna, es un heterónimo de Chris Marker. Y por último: ¿cómo podemos retener esa idea de «borramiento» cuando, como señala Olivier Kohn (3), el desmentido más evidente de esa «escritura blanca» reside «en la subjetividad reivindicada por el comentario»?

Los haikus se basan en el paso de tiempo a través del tema de las estaciones y de la introducción de un elemento móvil o dinámico en el interior de un paisaje estático (permanencia/impermanencia). En el primer acto (el film se divide en cuatro) el comentario señala (23 min, 30 seg.): «La poesía nace de la inseguridad: Judios errantes, Japoneses temblorosos. Viven en una alfombra que la naturaleza puede estirar en cualquier momento con ganas de gastar una broma, por eso se han acostumbrado a vivir en un mundo de apariencias frágiles, fugaces, revocables, trenes que vuelan de planeta en planeta, samurais que luchan en un pasado inmutable: esto se llama la impermanencia de las cosas» (4). Marker introduce la idea de «impermanencia», fundamental para entender la cultura japonesa (5) que conviene examinar a la luz de las propuestas de Deleuze para analizar el papel de los espacios vacíos en los films de Yasujiro Ozu (6).
Deleuze escribe: «Hay devenir, cambio, pasaje. Pero, a su vez, la forma de lo que cambia no cambia, no pasa. Es el tiempo, el tiempo en persona, <<un poco de tiempo en estado puro>>: una imagen-tiempo directa que da a lo que cambia la forma inmutable en la que el cambio se produce» (7). Surge entonces la idea zen de permanencia, ligada a la inmutable naturaleza y al eterno ahora. Marker hablará en el tercer acto sobre la máquina electrónica creada por Hayao Yamaneko para descomponer la nitidez de las imágenes con estas palabras (1h, 5 min, 36 seg.): «Juega con los signos de su memoria. Los pincha y decora como insectos que se hubieran escapado del tiempo, y que pudiese mirar desde un punto situado en el exterior del tiempo -la única eternidad que nos queda» (8). A continuación, elaborará una hermosa reflexión sobre la memoria espiral en Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958).

Esa exterioridad del tiempo introduce una cuestión decisiva: ¿Cómo abordar el dualismo del lenguaje actual occidental para desmarcarse y penetrar en una Realidad pre-simbólica, originaria y no dualista? El problema de la espiral atraviesa todo el cine de Chris Marker.
Olivier Kohn acierta en su artículo «Si loin, si proche» cuando señala que en los films de Marker «el divorcio entre las palabras y la realidad -característico de la modernidad- no tiene realmente lugar. Aún a riesgo de simplificar, diremos que es posible ver en sus films a las palabras como el último garante de la unidad de consciencia, el último tramo antes de su estallido en fragmentos irrenconciliables» (9). La liberación del simbolismo del lenguaje debe entenderse a partir de la reflexión que hace Marker acerca del enlace de la imagen cinematográfica con la forma poética de los haikus. En ese intento de retorno a la realidad pre-simbólica o a un estado original infinito y absoluto, las imágenes, al igual que los haikus, tiene más importancia por que lo que no muestran que por lo que muestran. Más arriba tomábamos el plano que inaguraba el film para escribir que se establecía «una estrecha relación entre lo visible y lo invisible, lo dicho y lo no dicho». Al final del film, en el cuarto acto, Marker recupera el plano de los niños en Islandia y señala (1h, 31 min, 30 seg.): «Y aquí, por ellos mismos, se han puesto los tres niños de Islandia. He vuelto ha coger el plano integramente, añadiendo este final un poco indeciso, este encuadre tembloroso bajo la fuerza del viento que soplaba sobre el acantilado. Todo esto que había cortado y que explicaba mucho mejor que lo que había dejado lo que yo veía en ese instante, porque mantenía la cámara hasta el último 25º fotograma de segundo… (…) Es suficiente con esperar pues, y el planeta ya pone en escena por sí solo el trabajo del Tiempo (…) Y el viaje también entró en la zona. Hayao me enseñó mis imágenes ya carcomidas por el abismo del tiempo, liberadas de la mentira que habían provocado estos instantes aspirados por el espiral» (10).

Examinemos esa imagen, registrada el año 1965, y que el cineasta ahora retoma para iniciar la película. ¿Qué pretende comunicar? Y aún más: ¿qué pretende narrar? Esa «imagen de la felicidad» que quizá «no podamos ver» no comunica absolutamente nada, ¿o acaso es mejor decir que la comunicación se ha vuelto inasible?. La impermanencia de las cosas, esa alfombra agitada, esconde también la posibilidad de salir al exterior del tiempo, es decir, de penetrar en la espiral que nos conduzca a la eternidad absoluta del momento presente. Las imágenes dejan ser una huella o un registro y pasan a ser contempladas: (re)actualizadas en un Tiempo en el «lo que cambia, no cambia». Más adelante, Marker señala (4 min, 14 seg.): «Me escribe: <<Se puede decir que me he pasado la vida preguntándome sobre la función del recuerdo, que no es el contrario del olvido, sino más bien su reverso. De hecho, no nos acordamos de nada. Reescribimos la memoria de la misma manera que reescribimos la historia>>» (11). La imagen es una reescritura de la memoria, una historia cuyo devenir se vuelve deriva perpetua. Cuando Marker retoma el plano de los niños indica que esta vez la inclusión del material cortado permite explicar «mucho mejor que lo que había dejado lo que veía en ese instante». Pero esas imágenes son también «una mentira», pues no son en ningún caso el pasado, ni tampoco representan la permanencia de un pasado. Una vez descompuestas en la zona de Hayao es posible contemplar esa imagen-tiempo en estado puro. La permanencia viene dada por la percepción, por esa «reescritura», que entronca con la definición del haiku dada por el maestro Basho: «Haiku es simplemente lo que está sucediendo en este lugar, en este momento».

Sabemos que al producirse en la modernidad el alejamiento de la imagen respecto al mundo los cinestas trataron, tal como señala Deleuze, de «filmar no el mundo, sino la creencia en este mundo, nuestro único vínculo» (12). Marker, en su búsqueda de una contemplación pura, alejada del anclaje al simbolismo interpretivo del lenguaje, encuentra una realidad pre-simbólica cuando indica que «el secreto japonés, esta impresión dolorosa de las cosas de la que hablaba Lévi-Strauss, supone la facultad de comunicarse con las cosas, de entrar en ellas, de ser ellas para un instante. Es decir, hace falta que sean por su parte como nosotros: mortales e inmortales» (13). ¿No es acaso esa la mejor definición de una conciencia libre que ha sorteado las trampas del mundo simbólico, que lucha contra «el divorcio de las palabras y la realidad», y que acaba definiéndose como «cette poignance de las choses» o para ser más claros: que sabe con Malraux que la obra de arte es lo único que resiste a la muerte?

La imagen de los niños islandeses no puede reconstruir jamás esa impresión de felicidad, no puede ser la «imagen de la felicidad», pues su belleza estriba precisamente en aquello que «no se dice», en aquello que «no se muestra». Es uno de los pocos momentos en todo el film en el que Marker hace referencia a su propia condición de cineasta: «porque mantenía la cámara hasta el último 25º fotograma de segundo…». En realidad más bien hace referencia a su conciencia, pero es aquí donde queríamos llegar. En Tout va bien Godard filma una conversación en un despacho para, por corte, mostrar en un emocionante travelling que ese despacho no es sino un habitáculo de un gran decorado formado por diversas habitaciones en las que ha desparecido la cuarta pared. Godard hablará de «una crítica y transformación de la práctica cinematográfica dominante» (14), mientras Marker preferirá hacerlo de su compañero Hayao Yamaneko, quien (39 minutos, 35 seg.) «ha encontrado una solución: si las imágenes del presente no cambian, cambiar las imagénes del pasado.. Me ha mostrado unas imágenes de los acontecimientos de los sesenta tratadas por un sintetizador. Dice, con la convicción del fanático, que son imágenes menos mentirosas que aquellas que veo en la televisión. Al menos se presentan como lo que son, imágenes, y no como la forma trasnportable y compacta de una realidad que ya no es accesible» (15). Esa denuncia del camuflaje de la imagen no sólo enlaza el travelling moral de Godard con toda la obra de Marker (¿no viene a ser lo mismo la zona de Hayao en la que » se presenta una imagen por lo que es» que la célebre sentencia godardiana incluida en Vent de l´Est: «c´est ne pas une image juste, c´est juste une image?»), sino que además sirve de crítica política a una sociedad en la que, tal como señaló Feuerbach, «se prefiere la imagen a la cosa, la copia al original, la representación a la realidad».

En otro pasaje de Sans Soleil vemos a Luiz Cabral, presidente de Guinea-Bissau abrazándose con el comandante Nino, que llora emocionado. ¿ De qué es imagen esa imagen?. Marker nos explica que hace falta avanzar un año en el tiempo para que podamos saber que el comandante Nino encabezará un golpe de Estado que derrocará a Luiz Cabral. Las lágrimas del comandante no expresarán la emoción del antiguo guerrero, nos dirá, sino el orgullo herido de quien no se siente suficientemente correspondido.
Será una reflexión sobre las palabras (que vuelve a introducir la influencia del haiku(16)) la que nos permitá centrar el problema. Marker comenta la historia de Sei Shônagon, una dama de honor de la princesa Sadako que escribió en su libro Notes de chevet una lista de las cosas que hacen «latir al corazón». El libro corresponde al género de los sôshi que, según señala André Baujard en la introducción del libro (publicado en Gallimard): «como los nikki, son escritos íntimos; pero, a diferencia de los diarios, no respetan el orden cronológico ni, de un modo general, ningún plan; se trata de bocetos en los que el autor vierte sobre el papel, dejando ir su pincel, todas las ideas, imágenes, reflexiones que provienen de su espíritu (…)». Definición que encaja a la perfección con la construcción a la deriva (léase en el sentido debordiano)del film. En ese instante, el cineasta piensa en la capacidad de «nombrar tan solo» para que el «corazón pueda latir». En nuestra sociedad, dirá, un sol no es un sol sino es brillante o límpido. Por contra, en Japón «poner adjetivos es tan mal educado como regalar objetos con la etiqueta del precio. La poesia japonesa no califica. Hay una manera de decir barco, roca, rocío, rana, cuervo, granizo, garza, crisantemo, que lo contiene todo. La prensa habla estos dias de la historia de un hombre de Nagoya: la mujer que amaba murió el año pasado, y él se refugió en el trabajo, a la japonesa, como un loco. Incluso, segun parece, realizó un descubrimiento importante en electrónica. Y después, en el mes de mayo, se suicidó: se ha dicho que no pudo soportar escuchar la palabra primavera» (17)